En Boston, escenario de Joseph Brighton
Mientras para Antonio, los últimos instantes de su vida se habían tornado súbitamente violentos, en Brighton’s Garden, los acontecimientos se desarrollaban sin sobresaltos. Una vez que hubo dejado el comedor, antes de ir a la oficina, Joe Brighton pasó por el bar y se sirvió un whisky. Por su parte Matt, encendió un cigarrillo y tomó un cenicero de cristal del bar.
—¿Te das cuenta?, no puedes vivir sin el cigarrillo —replicó Joe a su hermano.
—Déjame... ¿Sí, Joe? Es el último del día, el último de tres… Te lo prometo.
—Querrás decir tres multiplicado por diez…
—Vamos, Joe, no es así… ¿Y qué me dices de ti?, no fumas, sin embargo, sigues haciendo esas extrañas mezclas, como escocés después del vino… ¿No te parece dañino también?
—Lo fuera si me excediera, pero nunca me tomo más de un trago… y eso tú bien lo sabes… Además, sé que pronto te estarás tomando tus infaltables cervezas…
—No, fíjate, no lo haré esta noche… Pero tienes razón, todo en exceso es perjudicial…
Entonces, colocando su mano sobre el hombro derecho de Joe, Matt repuso con vehemencia:
—De todas maneras, hermano, seas como seas, hagas lo que hagas, en primer lugar eres mi hermano, y eso no lo va a cambiar nada ni nadie…
—Oye, ¿a qué viene eso? Desde que llegué, tú has estado extraño conmigo… ¿Qué te traes entre manos, eh Matt…?
—¿Yo…? Nada, Joe… Ven, a decir verdad no tengo nada que mostrarte. Sólo necesito hablar contigo, hermano, eso es todo…
Luego se dirigieron a la sala que fuera la oficina y biblioteca de su padre. El viejo estudio se conservaba intacto desde su muerte. Entre los muebles que ocupaban la estancia, destacaban los enormes libreros dispuestos en casi todas las paredes, todos ellos saturados de centenares de volúmenes, relacionados con todo tipo de temáticas, desde literatura universal, hasta ciencias exactas, y por supuesto, la mayoría de ello vinculados con la medicina. Un elegante pero sobrio escritorio de madera, estilo victoriano, con su silla, ocupaba adecuadamente el medio de la sala, próximo a la pared principal. Detrás del mismo se encontraba la chimenea, ya que el estudio también contaba con la suya. De hecho, Brighton´s Garden contaba con un total de seis chimeneas. Sobre la repisa de ésta, descansaba un sencillo pero atractivo reloj de mesa, de forma semioval y exquisitamente elaborado en madera. Encima de ella, se podía apreciar un enorme retrato al óleo de un elegante caballero que aparentaba unos cincuenta años, de rostro firme y mirada escrutadora. Se trataba del padre de Mr. Albert, el abuelo de los hermanos Brighton. En uno de los extremos de la estancia, había otro mueble, diseñado para el uso de la computadora, la moderna máquina descansaba sobre el mismo, incluyendo su impresora y un escáner. Un cómodo sofá estaba dispuesto apropiadamente al lado de la puerta, arrimado a una de las paredes libres de anaqueles, de la cual colgaba otro enorme retrato al óleo, pero en este caso no se trataba de un miembro de la familia, sino del padre de la independencia norteamericana, George Washington.
Una vez adentro, Matt tomó asiento en el sofá.
—Siéntate en la silla de papá, Joe…
—No, está bien aquí —dijo Joe—, acomodándose también en el sofá—. Dime ahora, ¿qué es tan importante, que no podían escuchar mamá ni tu invitado?
—Bien, Joe… yo no sé como empezar —musitó Matt, con evidente nerviosismo, mientras ponía la ceniza del cigarrillo en el cenicero, el cual sostenía con su mano izquierda.
—¿Tan grave es…?
—Sí… digo… no, no, Joe... Escucha, hermano, en Nueva Iberia conocí a alguien que…
—No me digas… —interrumpió Joe—. Ya sé, conociste a una chica, ¿no es cierto?… Te enamoraste y no sabes como decírselo a Megan.
—No, Joe, claro que no es el caso. Es cierto que conocí mujeres interesantes, pero tú sabes que yo amo a Megan. Hablo de auténtico amor, del que soporta toda prueba…
—Bien, entonces, ¿de qué se trata?… ¿Tiene que ver conmigo, acaso…? ¡Vamos Matt, habla!... Y apaga ese cigarrillo, por el amor de Dios…
—Está bien, disculpa, olvidaba que no soportas el humo —dijo Matthew, apagando el cigarrillo en el cenicero y expulsando una bocanada de humo. Se puso de pie y fue a poner el cenicero en el escritorio, sobre el cual destacaban un teléfono de corte antiguo y una bonita lámpara de mesa. Enseguida le dio una vuelta al mueble, se sentó en la vieja silla de su padre, y agregó:
—Cada día que pasa me convenzo lo injusto que es este mundo, Joe… ¿Sabes?, me asquea ver las diferencias abismales entre los que tienen todo y los que no tienen nada…
—Ya vas con tu filosofía… Tú, Matt, no dejas de filosofar, ¿eh? ¿Sigues creyendo que puedes arreglar el mundo?
—No, hermano, "primun vivere, deinde philosophari"… primero lo vivo para después filosofarlo. ¿Que no ves que yo lo he vivido en carne propia? Y me afecta, sí, me parece chocante el asunto de las realidades entre el norte y el sur…
—Bien, si te estás refiriendo a Nueva Iberia y al resto de países de Latinoamérica, tengo entendido que es un problema de raíces profundas. Ellos tienen un problema de carácter estructural… Conocí en Londres a una colega española, quien comentó que cuando se inició la conquista y colonia por parte de España, fueron ex convictos, delincuentes, mala calaña, los que estaban a cargo…
—No, eso pudo haber afectado al principio, pero hay muchas razones. Por ejemplo, no podemos obviar que cuando esos países ya eran independientes, siguieron siendo víctimas de la explotación imperialista. Nosotros también tenemos la culpa, Joe. Nosotros hemos hecho mucho daño desde el principio…
—¿Nosotros? ¿De qué hablas?... Que yo sepa, no tengo absolutamente nada que ver con la realidad de esos pobres países…
—Estoy hablando de los Estados Unidos de Norteamérica, Joe, con su eterna política intervencionista, de ocupaciones militares, sus redes de espionaje y sabotaje. ¿Qué no te das cuenta de ello…?
—No sé, Matt, no estoy enterado, es la verdad. Pero ¿acaso nuestro país no contribuye con el tercer mundo con amplios programas de desarrollo social y humano, como en el que tú justamente estás participando?… ¿No crees que estás siendo muy injusto al condenar a tu propio país, cuando tú mismo eres un elemento activo en la cooperación in situ?
—No, yo no condeno a mi país, lo amo… Nuestro pueblo está conformado también por gente generosa y solidaria. Yo me estoy refiriendo a la absurda política externa de nuestro gobierno, en que siempre pretende actuar como si fuera el policía del mundo entero… y siempre pone una de cal y otra de arena… Y para colmo, a lo interno, también deja mucho que desear. Fíjate en lo que está ocurriendo con las elecciones, es inaudito, ¿no es cierto?
—De eso no me hables, Matt... Estoy harto de esa situación...
—Tienes razón, yo también, pero también me tienen harto los desmanes de la política exterior.
—O.K., entonces, nuestro país es el responsable de la situación de atraso de los países tercermundistas… ¿Ésa es tu conclusión?
Fin del fragmento
Dos de las melodías norteamericanas más conocidas y extraordinarias... "Feels so good", de Chuck Mangione... y "Love's theme", de Barry White
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